Necesidad de cambio
Casi todas las mañanas, llegaba a casa de mi madre un señor de tez oscura, estatura pequeña, delgado, a saludarla. Cosa esta que era habitual en las personas de mi comunidad en aquellos tiempos cuando vivía en mi pueblo. Lo que siempre recuerdo, y lo he dado de ejemplo, es su sonrisa y contagiosa alegría al extenderte su mano, con la cual te apretaba y sacudía dos o tres veces la tuya, diciendo: ¡Bien, bien, bien! Lo grande del caso es que Ovelio (así se llamaba), quien vivía de un pequeño conuco, cuyas cosechas muchas veces le escuché decir que se perdieron, no tenía hijo, ni belleza física, tampoco dinero; no obstante, cuando llegaba, dejaba a su paso, hasta en mí que era una niña pequeña, esa ráfaga de bienestar y confort con la vida que llevaba. Vi pasar los años, ya yo adolescente, y este hombre mantenía siempre esta misma actitud ante la vida. En ocasión le pregunté lo siguiente: ¿Usted nunca tiene problemas, que siempre le veo tan feliz?, a lo que respondió: No,