Mi tía Irelinda


Desde muy joven, se dedicó a educar, especialmente en la etapa de la alfabetización, donde su mayor logro consistía en mostrar cómo  leía y escribía cualquiera de sus pupilos. Esta fue considerada como una de las mejores maestras de su tiempo, quien vivía preparándose y actualizándose para esta principal motivación de vida. Solía repetir nombres de hombres y mujeres que habían obtenido títulos técnicos o universitarios con altas calificaciones, diciendo: “A éste/a fui yo quien le enseñó a leer y escribir. Además, era maestra de primero y segundo de básica, y solía llevar sus “trofeos” a cursos superiores, dando muestra de cómo un niño recién alfabetizado podía leer y escribir, no solo correctamente, sino competir en lectoescritura con grados muy por encima.
Siempre recibía folletos y material, que no sé de qué manera se la ingeniaba para hacerlo, desde España, los que servían de instrumento para sus enseñanzas. Me llegó a decir que es muy importante vivir investigando  sobre la educación, lo que le permitía haber logrado colocarse en la posición que en la sociedad tenía.

Esta mujer de la que hablo, quien nunca tuvo hijos, ya que la naturaleza no le permitió procrearlos, volcó en interés y amor todo ese sentimiento y lo combinó con lo que yo entiendo que es un arte, ser maestra. Esta semana tuve la oportunidad de ir a su comunidad y compartir con ella, lo que me dejó una gran reflexión de cómo debemos aprovechar cada momento, desempeñar a la excelencia en lo que la vida nos ha colocado, pero, sobre todo, dar lo más que podamos de nosotros hasta cuando sea posible. No solo se esmeró en su vida profesional, sino también como ciudadana, mujer, esposa y madre de tantos. Hoy, sentada en su silla de ruedas, ya que apenas puede caminar, con aproximadamente 92 años, de los cuales en los últimos 5 años, todo ese cúmulo de conocimiento fue borrado de su memoria. No sentí lástima, porque aunque ya no recuerda nada, debido a la enfermedad de Alzheimer, de lo poco que le llegó, sin saber quién soy ni quiénes son los que le rodean, repite una corta frases, quizás para algunos un poco incoherente, pero para mí digna de analizar, y es, acompañada de un suspiro, como si una chispa de algo llegara a esa memoria perdida: “La vida es un fandango, y, el que la piensa, un pendango”.

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