Plenitud de vida

Este fin de semana tuve la oportunidad de intercambiar con personas muy necesitadas, las cuales, si no te adentras a su medio, jamás imaginarías cuánto necesitan. Estuve reunida en diferentes comunidades del Sur profundo, donde encontré, al interactuar con grupos de todas las edades, rostros maltratados por el sol y la pobreza, pero, paradójicamente, con sonrisas alegres y transparentes. La mejor enseñanza que obtuve en este recorrido fue cuando visité a una hermana religiosa, una monja de clausura. Durante años, cuando voy al Sur, suelo detenerme un rato en el convento donde vive, no solamente a saludarla, sino a recibir de ella y las demás el mejor abrazo, pero sobretodo, la expresión más abierta de alegría y “libertad”. Esta última palabra, sobre una persona que vive apartada de la sociedad y cerrada en un convento desde muy joven, es lo último que se esperaría. Sin embargo, cuando empezó su narrativa con una expresión de alegría, gratitud y gran satisfacción de sus experiencias vividas, una de las cosas que manifestó verbalmente fue que desde niña Dios le dio la oportunidad de escoger lo que ella entendió y confirma hoy su “verdadera vocación”: “Servirle de esta manera”. En un momento dado le pregunto si no tenía algún arrepentimiento al por más de cincuenta décadas llevar este tipo de vida, a lo que respondió: “Mi hija, el que espera ser feliz teniendo casas, carros, viajes, esposo o esposa e hijos, está equivocado. Todo esto es otro tipo de decisión de vida. La verdadera felicidad está, primero, en Dios; en mi caso particular, en querer agradarle a Él y llevar una vida de servicio, entrega y amor hacia los demás; pero, lo que verdaderamente hay que tener es el cuidado de lo que llevas dentro, de saber lo que en realidad quieres, ya que dentro de ti está la fuente que permite llevar una vida plena y llena de satisfacción.”. Entre sus anécdotas sobre cuán definida siempre estuvo del camino a seguir, me cuenta: “Estando en casa mi padre, en una época que hubo persecución en contra de la iglesia, escuché en conversación de adultos que se habían llevado unas ropas sacerdotales de la Catedral de San Juan, con lo que sentí una indignación y, en aquellos tiempos cuando los niños no podíamos hablar delante de las visitas, expresé, nada menos que delante de un general importante de la época que visitaba a mi padre, lo siguiente: “¡Aunque hagan ustedes lo que hagan y aunque a mí me maten niña, defenderé a la Iglesia y a Dios!”, con lo que todos quedaron atónitos por el peligro que aquello implicaba.”. Al salir de ese lugar, al cual en esta ocasión fui porque ella está con serios problemas de salud, fue tal mi impacto y aprendizaje de una vida satisfecha que no encaja con lo que todos consideramos se necesitaría para ser feliz, que ni siquiera me atreví a preguntarle sobre su enfermedad. Sólo al final, después de más o menos dos horas, con deseo de poderme quedar más tiempo, en el momento de la despedida le pregunté cuándo vendría a Santo Domingo. A lo que contestó llena de paz: “Quizás la próxima semana, ya que estoy esperando unas evaluaciones médicas que me están haciendo en Estados Unidos. Tú sabes, recién me han encontrado un cáncer, ya avanzado, y se está reevaluando qué se va a hacer conmigo. Dependiendo de esos diagnósticos, se sabrá si me van a poder dar quimioterapia.”, y mirando al cielo y sonriendo, dijo: “Y, si no, que sea lo que Dios quiera. Haga Él su voluntad.”

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